01 mayo 2006

No es la guitarra, sino el guitarrista.

Todos los que tocamos la guitarra, aspiramos a tener un instrumento de la mejor calidad que permita el precio factible de pagar, idealmente de aquellas marcas que usan los grandes, porque si ellos las llevan, por algo será. Quienes bailan, también quieren tener la marca de zapatos o botas que usan aquellos artistas a los que admiran y en los que reconocen un nivel superior. Posiblemente, nos anima la idea de que el sonido de esas guitarras y el de esos zapatos, pasará a ser el nuestro no bien los hayamos adquirido, lo que, hablando sinceramente, es un error: no es suficiente la guitarra de 10.000 euros y los zapatos de 150, si antes no hay una preparación técnica que permita que al utilizarlos, logremos, si no el mismo sonido que los grandes artistas, al menos uno que se le parezca. Dicho de otro modo, si Gerardo Núñez le pasa su guitarra a alguien que no tiene la técnica que él tiene, esa guitarra va a sonar como pueda y no como le suena a Gerardo Núñez, de manera que no estamos siendo justos ni objetivos cuando al escuchar un disco o un concierto decimos “cómo suena esa guitarra”, porque en realidad por muy bueno que sea el instrumento, lo que sucede es que son unas manos específicas las que lo están haciendo sonar así.
Por otra parte, existe todavía especialmente fuera de España la idea de que para tocar música flamenca hay que tener una guitarra flamenca, de ciprés o arce y pino abeto, porque si no, parece que hay que abstenerse o asumir un crónico estado de disconformidad, ya que la otra guitarra, la de palo santo, “no sirve”. Ese también es un error, porque quienes ven las cosas de esa manera claramente no se han fijado en un detalle no menor: varios de los más grandes guitarristas de flamenco tocan o han tocado con guitarras de palo santo, del tipo “clásicas”, y ahí están Serranito, Manolo Sanlúcar y varios otros, y tampoco han reparado esas personas en otro hecho importante: el flamenco está, fundamentalmente, en la mano derecha del guitarrista y no en la guitarra. Es verdad que una de ciprés tiene un sonido, una voz característica, pero también es verdad que si esa misma guitarra, con su timbre sonoro, la toma Manuel Barrueco, le va a sonar a clásico porque él va a tocar más cerca de la boca y va a pulsar de otra manera y además va a tocar un repertorio que en sí mismo tiene otra intención, pero la guitarra, el instrumento, va a seguir siendo flamenco. Entonces, el punto a tener en cuenta es qué sonido quiere uno tener y a partir de eso escoger la guitarra, pero no porque para tocar flamenco haya que tener una guitarra flamenca y si eso no es posible, olvidarlo.
No es muy raro encontrarse de pronto con personas que tienen una guitarra construida por alguno de los luthiers famosos, pero en muchos casos se debe a que tienen dinero y pueden “darse el gusto” de tener la misma guitarra que tiene Paco de Lucía, con la diferencia de que estas personas suelen tocar de manera inversamente proporcional al dinero que tienen. Y ya que he mencionado tan mágico nombre, agreguemos otra circunstancia muy común acá en América, no sin antes recordar a todos ustedes que América no es, en exclusiva, el nombre de cierto país del norte que no sé si lo habrá ganado en una licitación o se lo apropió ignorando de manera muy despectiva –como siempre- que América es el nombre de una porción importante de este planeta en la que viven unos cuantos centenares de millones de personas buenas y dignas. Decía, entonces, que en la verdadera América es muy habitual que cuando llega a las tiendas de instrumentos alguien que a todas luces sabe tocar medianamente bien la guitarra a la manera “clásica”, los vendedores le muestren alguna muy bonita y le digan que debería comprarla porque es de la marca que utilizaba Andrés Segovia, y a los que evidencian conocimientos de flamenco, le ofrezcan “la que usa Paco de Lucía”. Y para terminar con la mención, les puedo contar que hace años, aquí en Chile, vi a Paco de Lucía tocar -informalmente claro- con una guitarra que para lo mejor que podía haber servido era para echarle tierra dentro y poner una planta de interior, y sin embargo le sonó de una manera irreconocible, casi imposible de creer. Algo parecido me sucedió a mí, con una que tenía a comienzos de los ‘80, que allá en el recordado curso del ’82, la cogió un momento Manolo Sanlúcar para ilustrar un concepto y lo que le sonó a él jamás lo volví a oír en esa guitarra, pero ambos ejemplos no hacen sino confirmar lo que estoy queriendo decir: el arte no está en la guitarra, sino en la cabeza y en las manos de quien la toca.
Es razonable suponer que quien toca bien con una guitarra mediocre, lo hará mucho mejor con una buena y desde ahí, me parece a mí, debe arrancar la legítima aspiración de adquirirla, pero no de la idea de que una gran guitarra va a significar, por sí sola, un ascenso en el ranking, usando el lenguaje de los tenistas. Dicho sea de paso, a muchos que se gastaron lo suyo para comprar la misma raqueta que utiliza Roger Federer, los revuelca por el suelo el pasador de pelotas de su club, que está jugando todo el día y cuando no tiene una buena raqueta prestada, es capaz de jugar igualmente bien con una paleta de playa y vaya si lo hace bien, de modo que este tema no solo tiene vigencia en el mundo de la guitarra, que quede claro, porque ya me puedo yo poner las botas de Antonio Canales, que lo que voy a bailar va a ser un perfecto chiste.
Finalmente, digamos que más vale que podamos hacer sonar bien la guitarra que tenemos, porque con el precio que hoy en día ostentan las de marcas famosas, resulta prácticamente imposible acceder a uno de esos instrumentos, salvo que tengamos un nombre que no tenemos, una agenda de actuaciones que no tenemos y podamos cobrar por ellas lo que no cobramos. Y para colmo, como en los aviones normalmente no nos permiten llevarla con nosotros porque las tripulaciones están convencidas de que si uno lleva una guitarra es para cantar en una fogata de playa, tampoco sería mínimamente inteligente arriesgar una guitarra de 10.000 euros a las “caricias” y “cuidados” de los que cargan y descargan el equipaje de las bodegas, aunque el estuche esté empapelado de etiquetas que dicen claramente: “FRÁGIL” y por suerte solo ponen eso, porque si además en las etiquetas estuviera el valor monetario del instrumento, es bastante probable que ni siquiera llegue al mismo destino que su propietario.
Por eso, cada vez que subo a un avión me recrimino por no haber estudiado flauta.
Carlos Ledermann