02 abril 2006

El Lebrijano, Manolo Sanlúcar e Isidro


Hoy quiero compartir con ustedes un recuerdo que, aunque han pasado tantos años, sigue siendo algo mágico, algo que se va a ir conmigo a la tumba.
Una noche de Agosto de 1982, en uno de los maravillosos palacios de Sanlúcar de Barrameda, había un concierto de Juan Peña “El Lebrijano”. No sé cuánta gente estaba allí a la hora anunciada, pero sí recuerdo que era mucha. El lugar, el ambiente, al aire libre, eran deliciosos. Ya cerca del inicio del recital me encontré por allí a Manolo Sanlúcar, que había asistido a esta presentación de quien era su amigo, en calidad de espectador. Llegó la hora señalada y El Lebrijano no apareció en el escenario. Las protestas del público no se hicieron esperar y pronto, de los gritos y silbidos se pasó al batir de sillas contra el suelo. No había explicación oficial ni extraoficial para este retraso, tan común en todo caso, tan “casi obligatorio” hoy en día. El tiempo fue transcurriendo y cada tanto la desaprobación de los asistentes volvía a manifestarse, cada vez con mayor vehemencia, hasta que de pronto el mismísimo alcalde de Sanlúcar apareció para pedir un poco de paciencia al respetable, anunciando que dentro de pocos minutos se daría inicio a la actuación de Juan Peña. Pero la hora avanzaba y la situación se tornó cada vez más difícil. Averiguando por allí, algunos conseguimos un dato no oficial : el guitarrista de El Lebrijano no había llegado aún, porque “parece que se quedó en Jerez, enredado en las sábanas con una mujer”.
Es así que con más de una hora de retraso, se apagaron las luces dejando solo las del escenario y, para sorpresa y luego delirio del público, apareció en escena “El Lebrijano”, acompañado de Manolo Sanlúcar y su hermano Isidro : la emergencia iba a ser bondadosamente solucionada por ellos, en reemplazo de un guitarrista que, al decir de los rumores y debido a una saludable razón, simplemente no llegó a la cita. Esto significaba que la maestría de los tres protagonistas iba a ponerse a prueba, ya que nada habían ensayado y tampoco tenían porqué hacerlo : los hermanos Muñoz Alcón eran, hasta pocos momentos antes, dos más de los asistentes.
Uno a uno fueron desgranándose los cantes, que recibían como respuesta la reacción espontánea de un público conocedor que además empezó muy pronto a aquilatar la muestra de talento y sabiduría de Manolo e Isidro, que hicieron cosas de verdad tan impensables como memorables. Así fue transcurriendo este recital sin que ya nadie se acordara de que El Lebrijano estaba actuando con dos guitarristas, a falta de uno, que no eran sus escuderos permanentes. Creo que esa noche, quienes estuvieron allí, pudieron sentir el escalofrío que produce la presencia invisible del duende. Si no era el duende lo que estaba allí, revoloteando traviesa y caprichosamente desde el escenario a las cabezas de los asistentes, entonces nada ni nadie habrá que me explique más claramente que lo visto y oído esa noche, qué es el duende. Porque era posible, como pocas veces, advertir que la emoción de cada aficionado era intensa en algunos casos hasta las lágrimas. Nada era previsible, nada esperable, todo lo que ocurriera en ese sitio solo ocurriría allí, esa noche única, y sería por lo tanto completamente irrepetible aunque mediaran horas de ensayo. El ensayo planifica, ordena, metodiza, disciplina, optimiza y, por lo general, complejiza lo que se pretende entregar como mensaje y como resultado. Y crea, luego, la insatisfacción de lo que debía ser de una y salió de otra manera, porque errar es completamente humano.
Me parece que, normalmente, cuando se ha de acompañar a un cantaor con el que no se ha trabajado, o al menos no en un buen tiempo, lo normal sería darle al cante lo que necesita dentro de ciertas normas de prudencia, es decir, evitar las aventuras personales y el peligro de salir mal parado de ellas y, peor aún, arrastrar en la caída al propio cantaor. Pero he dicho normalmente y parece que esa noche nada allí era normal.
Porque no puede ser simplemente normal, que un guitarrista que está bajo la presión de la coyuntura referida, cierre una falseta con una escala vertiginosa en la región de los sobreagudos, o sea más allá del decimosegundo espacio de la guitarra, y Manolo Sanlúcar hizo eso según su costumbre : sin errar una sola nota. No puede ser solo una cosa normal que un guitarrista “invente” una falseta redonda, equilibrada y musicalmente correcta a partir de la euforia y de la presión del momento, e Isidro hizo eso magistralmente. Y no puede, esto sí que no puede ser solo una cosa normal, que espontáneamente y varias veces, dos guitarristas que están improvisando un acompañamiento se miren y dialoguen a contratiempo en medio de esa jubilosa ansiedad, mientras el cantaor respira para el tercio siguiente. Y eso lo hicieron Manolo e Isidro levantando a la gente de sus asientos, los mismos que rato antes eran golpeados contra el suelo en señal de protesta, como lo levantó también El Lebrijano con su tremendo carisma y talento, qué duda cabe.
Puede ser que para algunas personas todo esto pase inadvertido, en especial para quienes se acercan al flamenco en momentos y ocasiones muy puntuales. Es casi seguro que hubo allí quienes ni siquiera se enteraron de que estos dos señores no tocaban habitualmente para El Lebrijano, porque lo hicieron estupendamente, y que el guitarrista oficial era otro. Los aficionados que lo son fundamentalmente del cante, aprecian con mayor nitidez y presteza los avatares del cante. Por su parte, los aficionados de la guitarra pondrán especial atención al desenvolvimiento del guitarrista y puedo asegurar que si para los aficionados del flamenco lo de esa noche fue sorprendente, para los guitarristas fue decididamente milagroso : no se toca de esa manera cuando debido a las circunstancias se está, literalmente, corriendo por la cornisa, porque hacerlo deliberadamente supone un grado de inconsciencia e irresponsabilidad incalificables, o una autoestima sobrealimentada y, en cualquiera de los dos casos, se está más cerca de la estupidez que de la genialidad. Pero hacerlo casi sin llegar a comprender cabalmente cómo ni por qué, hacerlo a partir de la disciplina, el dominio técnico y un verdadero conocimiento exprimido por las circunstancias y la adrenalina y, para colmo, hacerlo rotundamente bien, es algo que no tiene, a mi modesto entender, una explicación científicamente válida. Por lo demás, que me perdonen quienes piensan de otra manera, pero el arte no me parece cosa científica. La única explicación que yo he encontrado y tendré por válida hasta que me muera, es que esa noche de verano en Sanlúcar, el duende estaba con ganas de irse de juerga y supo que no había mejor lugar y mejor momento que ese palacio, a las once y algo. Buscando cómplices se acercó a El Lebrijano, a Don Manolo y a Isidro, los miró a la cara y se dijo “ya está, con estos tres me paso de copas hoy...”.
Y se pasó de copas el duende y muchos otros que incluso casi habiéndole visto al duende los zapatos, seguíamos sin creer lo que habíamos visto y escuchado.
Los grandes son los GRANDES y gozan de un privilegio: lo demuestran no cuando se les pide, sino cuando les da la gana.

Carlos Ledermann